Palabras de la Comisión Sexta del EZLN el 8 de octubre del 2006, Tepic, Nayarit, México.
http://enlacezapatista.ezln.org.mx/la-otra-campana/477/
Palabras de la Comisión Sexta del EZLN el 8 de octubre del 2006.
Tepic, Nayarit, México.
Buenas mediodías.
Agradecemos a la Otra Campaña en Nayarit, al Partido de los Comunistas y a la Juventud Comunista de México, la hospitalidad y este espacio para la palabra. Agradecemos también la compañía de miembros del Congreso Nacional Indígena y del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, con quienes compartimos la demanda de libertad y justicia para las presas y presos de Atenco.
El que fue antes el médico de una columna guerrillera, describía de la siguiente forma, algo ocurrido hace 50 años:
“Quedé tendido; disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo. Alguien, de rodillas, gritaba que había que rendirse y se oyó atrás una voz, que después supe pertenecía a Camilo Cienfuegos, gritando: “Aquí no se rinde nadie…” y una palabrota después” (“Pasajes de la Guerra Revolucionaria”).
Dos años después de aquel diciembre de 1956, el mismo médico, pero siendo ya Comandante del Ejército Rebelde (o sea un ex médico), condujo a sus tropas a la victoria en una de las páginas más brillantes de la historia militar de América Latina, la Batalla de Santa Clara, destrozando la columna vertebral del ejército del dictador Batista en la víspera del triunfo de la Revolución Cubana.
El nombre de aquel médico, y después comandante, era Ernesto Guevara de la Serna, quien tiempo después sería conocido en todo el mundo como el Ché Guevara.
Y, 50 años después de aquel combate de Alegría de Pío, las palabras de Camilo Cienfuegos siguen alimentando el andar y luchar de esa solitaria estrella de dignidad que brilla en el Caribe: Cuba.
A lo largo de esta mezcla de dolor y esperanza que es América Latina, las palabras de Camilo Cienfuegos también se han repetido y hecho convicción y camino.
Y mucho tiempo antes, cuando el castellano no dominaba la palabra de estos suelos, la firmeza en la resistencia y la lucha tenía la voz del Purépecha, del Mayo, del Seri, del Yaqui, del Cora, del Wixaritari, del Rarámuri, del Nahuátl, del Pápago, del Pima, del Tepehua, del Kikapú, del Kiliwa, del Kumiai, del Paipai
La resistencia frente al dominio del poderoso habló también en la lengua de los pueblos Aguacateco, Amuzgo, Cakchiquel, Chatino, Chichimeca, Chinanteco, Chocho, Chontal, Chuj, Cochimi, Cucapá, Cuicateco, Guarijío, Huasteco, Huave, Ixcateco, Ixil, Jacalteco, Maya, Popoloca, Quiché, Solteco, Tacuate, Tepehuan, Tlapaneco, Kanjobal, Kekchí, Lacandón, Matlatzinca, Mazahua, Mixe, Mixteco, Motozintleco, Ocuilteco, Opata, Ñah ñú-otomí, Pame, Popoluco, Triqui, Zapoteco, Totonaco.
Y en las montañas del sureste mexicano tuvo canto de lucha en la palabra del Tzeltal, del Tzotzil, del Tojolabal, del Chol, del Zoque y del Mame en las comunidades indígenas que después sumarían a su nombre el de “zapatistas”.
Y esta palabra pretendió ser ignorada por españoles, norteamericanos, franceses, británicos, japoneses, koreanos, y las distintas banderas con las que el dinero ha cubierto su afán de destrucción y ganancias.
Hay un documento por ahí, ignorado por las modas intelectuales recientes, que entre otras cosas, presenta una muy completa lección de historia, La II Declaración de la Habana. En ella se dice
“Treinta y dos millones de indios vertebran –tanto como la misma Cordillera de los Andes – el continente americano entero. Claro que para quienes la han considerado casi como una cosa, más que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían que nunca contaría.” (II Declaración de La Habana. 1962).
Que los poderosos del continente no contaran con los pueblos indios no es de extrañar. Pero el reproche alcanza también a la izquierda ortodoxa latinoamericana.
La que, todavía hasta el día de hoy, sigue sin contar a los pueblos indios con su propia identidad, su historia, su cultura, su tradición de rebeldía.
Aún después de las luminosas lecciones de los indígenas en Chile, en Bolivia y en el Ecuador; después de las lecciones de dignidad de los pueblos originarios en la presuntuosa Unión Americana; después de los ejemplos de construcción de alternativas anticapitalistas en la organización social de los pueblos indios de México; aún después del alzamiento de los indígenas zapatistas, justo cuando, sobre los escombros del Muro de Berlín y del campo socialista en Europa, el poderoso declaraba la culminación de los tiempos con él arriba y dominando; aún después de todo esto, los indígenas mexicanos siguen sin contar para un importante sector de las organizaciones políticas de izquierda de nuestro país.
Como no cuentan, tampoco, los esfuerzos anticapitalistas y autogestionarios de cultura e información, de grupos y colectivos de jóvenes anarquistas y libertarios.
Pero las grandes transformaciones sociales, las que cambian radicalmente la faz del mundo, se hacen sin el permiso de manuales y de esquemas tan cuadrados como el pensamiento de quienes los hacen, difunden y defienden.
Nosotros, los pueblos zapatistas, somos pueblos indios de México, y lo somos también de América. En esa patria grande encontramos, abajo, el espejo moreno de nuestro dolor y la morena esperanza de nuestra lucha.
Mirando abajo encontramos a quien es como nosotras, como nosotros. Y no es en las cumbres del poder político donde buscamos a nuestr@s iguales, sino en la lucha por la defensa de nuestra identidad, de nuestro modo, de nuestra tierra, del agua, del aire, del mundo que cuidamos y hacemos crecer, pero para que sea para todos, no para un puñado de ladrones que, con fuero político, venden lo que no les pertenece.
Y abajo encontramos Otra Latinoamérica.
Una Latinoamérica que tiene las enseñanzas escritas con sangre por los movimientos de liberación nacional, por las grandes movilizaciones obreras, campesinas, indígenas y estudiantiles, que arrancaron casi al mismo tiempo en el que las independencias obtenidas frente a los poderes españoles, portugueses, británicos, holandeses y franceses, fueron mediatizadas, corrompidas y compradas a precio de baratillo por el dinero norteamericano.
Una Latinoamérica que, para nosotr@s, l@s zapatistas, no sólo existe cuando baja de las montañas y cubre con sus colores las ciudades y las grandes capitales, sino que mantiene cotidianamente la doble ala de su vuelo de libertad: la resistencia y la construcción de una alternativa.
De esa América Latina es que se alimenta nuestro corazón.
Y la rebelión que ahora, como antes, estremece al continente, es también nuestra. Y nuestra es la misma aspiración de libertad, nuestro el mismo deseo de justicia, nuestro el mismo reclamo de democracia, y nuestra la misma decisión de luchar y conquistar nuestra segunda independencia como Naciones.
Alguien por ahí ha criticado que, cumpliendo lo señalado en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, se haya enviado maíz zapatista al noble y digno pueblo de Cuba.
Siempre es difícil poner en palabras un sentimiento. Y cuando este sentimiento es la simpatía y solidaridad con quien lucha, se corre el riesgo del panfleto, la sensiblería, el lugar común.
Así que, en lugar de tratar de razonar un sentimiento, permítanme contarles dos anécdotas que tal vez ayuden a entender lo que nosotros, nosotras, las zapatistas, los zapatistas, sentimos por el pueblo de Cuba.
En los primeros años de la guerrilla, cuando el EZLN lo formaban un puñado de mujeres y hombres, la supervivencia era el tema principal de nuestras vidas. Conseguir el alimento, conocer la montaña, aprender a vivir en ella para después pelear bajo su cobijo.
Con la ropa y el cuerpo rotos, sin que nadie nos llevara la cuenta (si acaso una montaña, primero recelosa y luego amable), subimos y bajamos cerros, cruzamos ríos y lagunas, nos adentramos en cuevas y cabalgamos el lomo de sierras. Pronto tuvimos el color y el olor de la montaña. Alguien bromeó diciendo que éramos la prueba viviente de la transformación del hombre en mono.
La supervivencia: el tema principal, pero no el único.
Hace 22 años, el 7 de octubre de 1984, montamos un campamento al que bautizamos “Che Guevara”. El campamento se encontraba al pie de una colina que permitía la vigilancia y la defensa. La tropa del EZLN entonces éramos 5 insurgentes, así que imaginen ustedes tres o cuatro techos de plástico, dispersos en torno a una fogata que, en el suelo, calentaba una olla conteniendo algún brebaje desconocido. Salvo por el combatiente que le hacía de cocinero, no se apreciaba ningún movimiento.
El día había transcurrido en la rutina señalada puntualmente en la orden del día. Llegó la hora de la comida. Habíamos tratado de reservar un faisán para la cena del día siguiente. El ave había sido herida en un ala y fue operada para que no muriera de inmediato, esperando alguna de las espaciadas celebraciones que teníamos: el 1 de mayo, el 10 de abril, el 16 de septiembre, el 8 de octubre, el 17 de noviembre, además de los días en que recordábamos a nuestros compañeros y compañeras caídas en el combate entonces silencioso. Pero, o al faisán le faltó resistencia o a nosotros oficio médico. El caso es que murió y hubo que echarlo a la olla. Comimos. Siguió la reunión de la célula y las pláticas nocturnas de la tropa: sobre alguna película de Bruce Lee, las ampollas en los pies, la diarrea, el saraguato que escapó herido, el tlacuache que asolaba nuestra magra despensa.
Serían las 0000 horas cuando el superintendente, un recluta de recién ingreso, informó que ya no había azúcar.
Si la supervivencia era el tema principal que nos ocupaba, lo dulce era una obsesión. La ración por combatiente era entonces de dos cucharadas en la mañana, una al mediodía y dos en la tarde. En ocasiones la tomábamos con agua, pero las más de las veces era sola, masticándola y tragándola con lentitud, tratando de alargar lo más posible el dulce alivio del polvo en el paladar.
Lejos estaban todavía los días en que los pueblos nos mandarían panela (hecha con miel de caña), y lejos quedaba también el buzón donde estaba una reserva de alimentos: arroz, frijol, sal, jabón… y azúcar. Había que caminar lo menos 12 horas en total, ida y vuelta, para recoger, en ese buzón de campaña, 2 kilos de azúcar.
Serían las 0020 del 8 de octubre cuando el mando pidió un voluntario para ir, temprano en la mañana, a traer el dulce.
Serían las 0020 y segundos cuando dos combatientes se ofrecieron de voluntarios.
Serían las 0021 cuando el mando designó a uno de ellos.
Serían las 0045 cuando la tropa se fue a sus techos, ahora con el azúcar como tema de conversación.
Serían las 0700 cuando el insurgente se alistó para salir.
Serían las 0730 cuando recibió las indicaciones de la misión.
Serían las 0800 cuando salió del campamento “Che Guevara”.
Serían las 1000 cuando cruzó por el campamento “De tres, tres”.
Serían las 1200 cuando pasó a un costado del campamento “Cecilia”.
Serían las 1245 cuando tomó la picada principal, marcada por las huellas de una danta (un tapir, para ustedes).
Serían las 1355 cuando coronó la loma “del Purgatorio”.
Serían las 1420 cuando llegó al campamento “Rosita”.
Serían las 1425 cuando sacó del buzón los 2 kilos de azúcar, e inició el retorno.
Serían las 1700, con la noche ya descolgándose de las copas de los árboles, cuando vadeó un arroyo crecido y estuvo a punto de naufragar con la preciada carga.
Serían las 1800 cuando la posta le marcó el alto a la entrada del “Che Guevara”.
Serían las 1815 cuando se reportó con el mando.
Serían las 1830 cuando empezó a limpiar su arma, mientras comía frijol con una hierba llamada “momo”, y agua endulzada con 2 cucharadas de azúcar.
Serían las 1930 cuando participó en el acto cultural de la célula “Emiliano Zapata”, leyendo el poema del cubano Nicolás Guillén: “Che Comandante Amigo”.
Serían las 2140 cuando el mando lo llamó para decirle que, como recompensa, podía escuchar el radio, en la estación que quisiera, por media hora antes del toque de silencio.
Serían las 2200 cuando el insurgente buscó, sin éxito, el programa “La canción es también un arma de la revolución” que trasmitía entonces Radio Habana Cuba.
Radio Habana, junto a unas 2 o 3 estaciones más, era lo único audible que podía agarrar el pequeño radio de onda corta. Por sus emisiones nos asomábamos al mundo de fuera, excluido México, porque los noticieros cubanos poco o nada decían antes de nuestro país.
Las pilas o las baterías, como gusten llamarlas, se cuidaban más que el azúcar (lo que ya es decir bastante), y el tiempo en que la radito permanecía encendida era el mínimo necesario para escuchar el noticiero. En la mañana, después de las noticias empezaba ese programa, y apenas se escuchaban los primeros acordes de la guitarra o el inicio de canciones de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés o Noel Nicola o Pablo Ferrer o Carlos Puebla, cuando el mando apagaba el aparato y a darle a la cacería, a la exploración, a la cocina, a la posta, al estudio, al entrenamiento.
Tiempo después, cuando ya hicimos contacto con los pueblos, supimos que ahí también se sintonizaba esa estación y que conocían bastante de la revolución cubana. Quiero decir, bastante más que el común de los ciudadanos.
Cuba no era, para las comunidades que después serían zapatistas, un país extranjero. Era, es, un pueblo que levantaba, y levanta, la dignidad como sólo la levantan los de abajo, es decir, con decisión y firmeza, mascullando entre dientes el “aquí no se rinde nadie” que enfrentó y sobrevivió a la invasión española y a las invasiones que, con banderas distintas, se han ido sucediendo en las tierras indias de México.
Eso fue hace 22 años…
Hace unos meses, cuando todavía nuestras tropas insurgente barbechaban los campos para el maíz que sería para el pueblo hermano y compañero, llegó en la mirada morena de nuestras comunidades el trabajo y el destino que concretaban lo que habían votado y aprobado en la Sexta Declaración.
Las jefas y jefes zapatistas, las comandantas y comandantes del EZLN, habían decidido que esta pequeña muestra de hermandad con un pueblo que resiste con dignidad, no fuera una carga extra en las ya de por sí difíciles condiciones de vida de las comunidades zapatistas. Para esto se giraron órdenes para que fueran las tropas regulares zapatistas las que, sin abandonar el fusil alerta de defensa, cosecharan de nuestra tierra rebelde el maíz que llegaría a tierras cubanas.
Alguien vio la milpa trabajada por l@s insurgent@s y la noticia recorrió los valles y montañas. Hubo enojo e indignación en nuestras comunidades y en sus autoridades autónomas. Un viento inquieto recorrió nuestras montañas. Se hicieron reuniones y se escuchó.
Los pueblos reclamaban que no aportaran ellos al modesto puente que se tendía desde las montañas del sureste mexicano hasta el caribe digno. Se explicó, se aclaró, se argumentó. Fue inútil. Y, como en tierras zapatistas manda quien manda, comunidades enteras fueron apartando de sus cosechas, del maíz que tortilla y pozol y tamales y marquesote sería en sus mesas, los granos que después llenaron los costales marcados con la leyenda “De las comunidades zapatistas para el digno pueblo cubano”.
El apoyo entre hermanos de lucha es siempre una fiesta.
Y como fiesta se sembró, se cosechó, se limpió, de empacó y se mandó, al pueblo cubano, el maíz zapatista.
Tal vez algunas notas de la cumbia que tocaba la marimba zapatista, lograron colarse en los costales y alcanzaron a verse libres en territorio cubano.
Al elegir Cuba, no sólo elegimos reconocer y saludar una historia y una lucha.
También elegimos una definición: el enemigo del pueblo cubano es el mismo enemigo de los pueblos indios zapatistas, de los pueblos indios de México, de los pueblos indios de América.
Y elegimos esa definición cuando la moda era, y es, atacar a la revolución cubana.
Cuando se busca desesperadamente a donde voltear la mirada sin que implique compromiso y consecuencia. Y cuando se mira a otros lados que permitan o reafirmen la comodidad de la palabra sin acción.
Para nosotr@s, elegir Cuba es elegir señalar un dolor y una esperanza.
El dolor inflingido por un bloqueo ilegal e ilegítimo, por los intentos de sabotaje y crimen, por la afrenta de una bandera extranjera en una porción del territorio cubano, por la campaña mediática permanente de verdades a medias y mentiras completas. El dolor inflingido por el Poder de las barras y las turbias estrellas que, en el norte geográfico y social, piensa y actúa como si el mundo entero fuera de su propiedad.
Y la esperanza que da un ejemplo que se asoma ya a su medio siglo de edad. El ejemplo de que es posible y necesario que los pueblos tomen en sus manos su destino, y decidan sus pasos, sus modos, su rumbo.
Pero en el largo y extendido dolor de América, Cuba es un alivio, pero no la medicina.
Nosotr@s habremos de curarnos por nosotr@s mism@s, de sanar nuestras heridas, de levantarnos como Nación y como Nación conquistar nuestra segunda independencia, nuestra libertad, nuestra democracia, nuestra justicia.
En el maíz que enviamos al pueblo cubano iba también nuestro mensaje: el “esto soy” y el “aquí estoy” de los pueblos indios zapatistas.
Somos indígenas, somos zapatistas, somos mexicanos, somos latinoamericanos.
Y como tales, no sólo vemos nuestros dolores, también a quienes son los responsables.
Y uno de ellos, el más grande y poderoso de la historia, anida en las grandes metrópolis del norte del Río Bravo.
Si ignorarlo es un error, callarlo es una cobardía.
Y nosotras, nosotros, el EZLN, no podemos asomarnos al mundo y hacer como que Cuba no existe, como que no hay un bloqueo; como que no existe la base norteamericana en Guantánamo; como que no se calumnia y miente con los endebles disfraces de preocupaciones supuestamente democráticas; como que no se pretende humillar a un país; como que no resiste ahí un pueblo entero; como que no es una bandera de dignidad, como que no aprendemos de sus aciertos y sus errores; como que no han sido y son ejemplo; como si no hubiera un sentimiento nuestro, inexplicable en palabras castellanas, que une a nuestros pueblos zapatistas con esa Nación que desafía al imperio más poderoso en la historia de la humanidad.
Cierto. Tal vez estarán de moda los supuestos gobiernos de izquierda en América Latina (ese apocado empeño por hacerle manicure a las garras del neoliberalismo), los coloquios de intelectuales preocupados por la democracia pintada de barras y estrellas, los distanciamientos de los pasajeros fugaces de todos los movimientos de liberación.
Pero ya ven que a l@s zapatistas las modas nos aburren y hacen bostezar.
Y ahora decimos que lástima que sólo pudimos mandar maíz y gasolina, y no algo que represente de forma más cabal todo el respeto y admiración que tenemos por el pueblo cubano.
Y si no les gusta, pues échenle azúcarrrrrrr… y que se chingue Roma.
Tan-tan.
¡Libertad y justicia para las presas y presos de Atenco!
Desde el Otro Nayarit, México.
A nombre de los hombres, mujeres, niños y ancianos, indígenas mexicanos en su inmensa mayoría, del EZLN.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Octubre 8 del 2006.
Palabras de la Comisión Sexta del EZLN el 8 de octubre del 2006.
Tepic, Nayarit, México.
Buenas mediodías.
Agradecemos a la Otra Campaña en Nayarit, al Partido de los Comunistas y a la Juventud Comunista de México, la hospitalidad y este espacio para la palabra. Agradecemos también la compañía de miembros del Congreso Nacional Indígena y del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, con quienes compartimos la demanda de libertad y justicia para las presas y presos de Atenco.
El que fue antes el médico de una columna guerrillera, describía de la siguiente forma, algo ocurrido hace 50 años:
“Quedé tendido; disparé un tiro hacia el monte siguiendo el mismo oscuro impulso del herido. Inmediatamente me puse a pensar en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido. Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista, apoyado en un tronco de árbol se dispone a acabar con dignidad su vida, al saberse condenado a muerte por congelación, en las zonas heladas de Alaska. Es la única imagen que recuerdo. Alguien, de rodillas, gritaba que había que rendirse y se oyó atrás una voz, que después supe pertenecía a Camilo Cienfuegos, gritando: “Aquí no se rinde nadie…” y una palabrota después” (“Pasajes de la Guerra Revolucionaria”).
Dos años después de aquel diciembre de 1956, el mismo médico, pero siendo ya Comandante del Ejército Rebelde (o sea un ex médico), condujo a sus tropas a la victoria en una de las páginas más brillantes de la historia militar de América Latina, la Batalla de Santa Clara, destrozando la columna vertebral del ejército del dictador Batista en la víspera del triunfo de la Revolución Cubana.
El nombre de aquel médico, y después comandante, era Ernesto Guevara de la Serna, quien tiempo después sería conocido en todo el mundo como el Ché Guevara.
Y, 50 años después de aquel combate de Alegría de Pío, las palabras de Camilo Cienfuegos siguen alimentando el andar y luchar de esa solitaria estrella de dignidad que brilla en el Caribe: Cuba.
A lo largo de esta mezcla de dolor y esperanza que es América Latina, las palabras de Camilo Cienfuegos también se han repetido y hecho convicción y camino.
Y mucho tiempo antes, cuando el castellano no dominaba la palabra de estos suelos, la firmeza en la resistencia y la lucha tenía la voz del Purépecha, del Mayo, del Seri, del Yaqui, del Cora, del Wixaritari, del Rarámuri, del Nahuátl, del Pápago, del Pima, del Tepehua, del Kikapú, del Kiliwa, del Kumiai, del Paipai
La resistencia frente al dominio del poderoso habló también en la lengua de los pueblos Aguacateco, Amuzgo, Cakchiquel, Chatino, Chichimeca, Chinanteco, Chocho, Chontal, Chuj, Cochimi, Cucapá, Cuicateco, Guarijío, Huasteco, Huave, Ixcateco, Ixil, Jacalteco, Maya, Popoloca, Quiché, Solteco, Tacuate, Tepehuan, Tlapaneco, Kanjobal, Kekchí, Lacandón, Matlatzinca, Mazahua, Mixe, Mixteco, Motozintleco, Ocuilteco, Opata, Ñah ñú-otomí, Pame, Popoluco, Triqui, Zapoteco, Totonaco.
Y en las montañas del sureste mexicano tuvo canto de lucha en la palabra del Tzeltal, del Tzotzil, del Tojolabal, del Chol, del Zoque y del Mame en las comunidades indígenas que después sumarían a su nombre el de “zapatistas”.
Y esta palabra pretendió ser ignorada por españoles, norteamericanos, franceses, británicos, japoneses, koreanos, y las distintas banderas con las que el dinero ha cubierto su afán de destrucción y ganancias.
Hay un documento por ahí, ignorado por las modas intelectuales recientes, que entre otras cosas, presenta una muy completa lección de historia, La II Declaración de la Habana. En ella se dice
“Treinta y dos millones de indios vertebran –tanto como la misma Cordillera de los Andes – el continente americano entero. Claro que para quienes la han considerado casi como una cosa, más que como una persona, esa humanidad no cuenta, no contaba y creían que nunca contaría.” (II Declaración de La Habana. 1962).
Que los poderosos del continente no contaran con los pueblos indios no es de extrañar. Pero el reproche alcanza también a la izquierda ortodoxa latinoamericana.
La que, todavía hasta el día de hoy, sigue sin contar a los pueblos indios con su propia identidad, su historia, su cultura, su tradición de rebeldía.
Aún después de las luminosas lecciones de los indígenas en Chile, en Bolivia y en el Ecuador; después de las lecciones de dignidad de los pueblos originarios en la presuntuosa Unión Americana; después de los ejemplos de construcción de alternativas anticapitalistas en la organización social de los pueblos indios de México; aún después del alzamiento de los indígenas zapatistas, justo cuando, sobre los escombros del Muro de Berlín y del campo socialista en Europa, el poderoso declaraba la culminación de los tiempos con él arriba y dominando; aún después de todo esto, los indígenas mexicanos siguen sin contar para un importante sector de las organizaciones políticas de izquierda de nuestro país.
Como no cuentan, tampoco, los esfuerzos anticapitalistas y autogestionarios de cultura e información, de grupos y colectivos de jóvenes anarquistas y libertarios.
Pero las grandes transformaciones sociales, las que cambian radicalmente la faz del mundo, se hacen sin el permiso de manuales y de esquemas tan cuadrados como el pensamiento de quienes los hacen, difunden y defienden.
Nosotros, los pueblos zapatistas, somos pueblos indios de México, y lo somos también de América. En esa patria grande encontramos, abajo, el espejo moreno de nuestro dolor y la morena esperanza de nuestra lucha.
Mirando abajo encontramos a quien es como nosotras, como nosotros. Y no es en las cumbres del poder político donde buscamos a nuestr@s iguales, sino en la lucha por la defensa de nuestra identidad, de nuestro modo, de nuestra tierra, del agua, del aire, del mundo que cuidamos y hacemos crecer, pero para que sea para todos, no para un puñado de ladrones que, con fuero político, venden lo que no les pertenece.
Y abajo encontramos Otra Latinoamérica.
Una Latinoamérica que tiene las enseñanzas escritas con sangre por los movimientos de liberación nacional, por las grandes movilizaciones obreras, campesinas, indígenas y estudiantiles, que arrancaron casi al mismo tiempo en el que las independencias obtenidas frente a los poderes españoles, portugueses, británicos, holandeses y franceses, fueron mediatizadas, corrompidas y compradas a precio de baratillo por el dinero norteamericano.
Una Latinoamérica que, para nosotr@s, l@s zapatistas, no sólo existe cuando baja de las montañas y cubre con sus colores las ciudades y las grandes capitales, sino que mantiene cotidianamente la doble ala de su vuelo de libertad: la resistencia y la construcción de una alternativa.
De esa América Latina es que se alimenta nuestro corazón.
Y la rebelión que ahora, como antes, estremece al continente, es también nuestra. Y nuestra es la misma aspiración de libertad, nuestro el mismo deseo de justicia, nuestro el mismo reclamo de democracia, y nuestra la misma decisión de luchar y conquistar nuestra segunda independencia como Naciones.
Alguien por ahí ha criticado que, cumpliendo lo señalado en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, se haya enviado maíz zapatista al noble y digno pueblo de Cuba.
Siempre es difícil poner en palabras un sentimiento. Y cuando este sentimiento es la simpatía y solidaridad con quien lucha, se corre el riesgo del panfleto, la sensiblería, el lugar común.
Así que, en lugar de tratar de razonar un sentimiento, permítanme contarles dos anécdotas que tal vez ayuden a entender lo que nosotros, nosotras, las zapatistas, los zapatistas, sentimos por el pueblo de Cuba.
En los primeros años de la guerrilla, cuando el EZLN lo formaban un puñado de mujeres y hombres, la supervivencia era el tema principal de nuestras vidas. Conseguir el alimento, conocer la montaña, aprender a vivir en ella para después pelear bajo su cobijo.
Con la ropa y el cuerpo rotos, sin que nadie nos llevara la cuenta (si acaso una montaña, primero recelosa y luego amable), subimos y bajamos cerros, cruzamos ríos y lagunas, nos adentramos en cuevas y cabalgamos el lomo de sierras. Pronto tuvimos el color y el olor de la montaña. Alguien bromeó diciendo que éramos la prueba viviente de la transformación del hombre en mono.
La supervivencia: el tema principal, pero no el único.
Hace 22 años, el 7 de octubre de 1984, montamos un campamento al que bautizamos “Che Guevara”. El campamento se encontraba al pie de una colina que permitía la vigilancia y la defensa. La tropa del EZLN entonces éramos 5 insurgentes, así que imaginen ustedes tres o cuatro techos de plástico, dispersos en torno a una fogata que, en el suelo, calentaba una olla conteniendo algún brebaje desconocido. Salvo por el combatiente que le hacía de cocinero, no se apreciaba ningún movimiento.
El día había transcurrido en la rutina señalada puntualmente en la orden del día. Llegó la hora de la comida. Habíamos tratado de reservar un faisán para la cena del día siguiente. El ave había sido herida en un ala y fue operada para que no muriera de inmediato, esperando alguna de las espaciadas celebraciones que teníamos: el 1 de mayo, el 10 de abril, el 16 de septiembre, el 8 de octubre, el 17 de noviembre, además de los días en que recordábamos a nuestros compañeros y compañeras caídas en el combate entonces silencioso. Pero, o al faisán le faltó resistencia o a nosotros oficio médico. El caso es que murió y hubo que echarlo a la olla. Comimos. Siguió la reunión de la célula y las pláticas nocturnas de la tropa: sobre alguna película de Bruce Lee, las ampollas en los pies, la diarrea, el saraguato que escapó herido, el tlacuache que asolaba nuestra magra despensa.
Serían las 0000 horas cuando el superintendente, un recluta de recién ingreso, informó que ya no había azúcar.
Si la supervivencia era el tema principal que nos ocupaba, lo dulce era una obsesión. La ración por combatiente era entonces de dos cucharadas en la mañana, una al mediodía y dos en la tarde. En ocasiones la tomábamos con agua, pero las más de las veces era sola, masticándola y tragándola con lentitud, tratando de alargar lo más posible el dulce alivio del polvo en el paladar.
Lejos estaban todavía los días en que los pueblos nos mandarían panela (hecha con miel de caña), y lejos quedaba también el buzón donde estaba una reserva de alimentos: arroz, frijol, sal, jabón… y azúcar. Había que caminar lo menos 12 horas en total, ida y vuelta, para recoger, en ese buzón de campaña, 2 kilos de azúcar.
Serían las 0020 del 8 de octubre cuando el mando pidió un voluntario para ir, temprano en la mañana, a traer el dulce.
Serían las 0020 y segundos cuando dos combatientes se ofrecieron de voluntarios.
Serían las 0021 cuando el mando designó a uno de ellos.
Serían las 0045 cuando la tropa se fue a sus techos, ahora con el azúcar como tema de conversación.
Serían las 0700 cuando el insurgente se alistó para salir.
Serían las 0730 cuando recibió las indicaciones de la misión.
Serían las 0800 cuando salió del campamento “Che Guevara”.
Serían las 1000 cuando cruzó por el campamento “De tres, tres”.
Serían las 1200 cuando pasó a un costado del campamento “Cecilia”.
Serían las 1245 cuando tomó la picada principal, marcada por las huellas de una danta (un tapir, para ustedes).
Serían las 1355 cuando coronó la loma “del Purgatorio”.
Serían las 1420 cuando llegó al campamento “Rosita”.
Serían las 1425 cuando sacó del buzón los 2 kilos de azúcar, e inició el retorno.
Serían las 1700, con la noche ya descolgándose de las copas de los árboles, cuando vadeó un arroyo crecido y estuvo a punto de naufragar con la preciada carga.
Serían las 1800 cuando la posta le marcó el alto a la entrada del “Che Guevara”.
Serían las 1815 cuando se reportó con el mando.
Serían las 1830 cuando empezó a limpiar su arma, mientras comía frijol con una hierba llamada “momo”, y agua endulzada con 2 cucharadas de azúcar.
Serían las 1930 cuando participó en el acto cultural de la célula “Emiliano Zapata”, leyendo el poema del cubano Nicolás Guillén: “Che Comandante Amigo”.
Serían las 2140 cuando el mando lo llamó para decirle que, como recompensa, podía escuchar el radio, en la estación que quisiera, por media hora antes del toque de silencio.
Serían las 2200 cuando el insurgente buscó, sin éxito, el programa “La canción es también un arma de la revolución” que trasmitía entonces Radio Habana Cuba.
Radio Habana, junto a unas 2 o 3 estaciones más, era lo único audible que podía agarrar el pequeño radio de onda corta. Por sus emisiones nos asomábamos al mundo de fuera, excluido México, porque los noticieros cubanos poco o nada decían antes de nuestro país.
Las pilas o las baterías, como gusten llamarlas, se cuidaban más que el azúcar (lo que ya es decir bastante), y el tiempo en que la radito permanecía encendida era el mínimo necesario para escuchar el noticiero. En la mañana, después de las noticias empezaba ese programa, y apenas se escuchaban los primeros acordes de la guitarra o el inicio de canciones de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés o Noel Nicola o Pablo Ferrer o Carlos Puebla, cuando el mando apagaba el aparato y a darle a la cacería, a la exploración, a la cocina, a la posta, al estudio, al entrenamiento.
Tiempo después, cuando ya hicimos contacto con los pueblos, supimos que ahí también se sintonizaba esa estación y que conocían bastante de la revolución cubana. Quiero decir, bastante más que el común de los ciudadanos.
Cuba no era, para las comunidades que después serían zapatistas, un país extranjero. Era, es, un pueblo que levantaba, y levanta, la dignidad como sólo la levantan los de abajo, es decir, con decisión y firmeza, mascullando entre dientes el “aquí no se rinde nadie” que enfrentó y sobrevivió a la invasión española y a las invasiones que, con banderas distintas, se han ido sucediendo en las tierras indias de México.
Eso fue hace 22 años…
Hace unos meses, cuando todavía nuestras tropas insurgente barbechaban los campos para el maíz que sería para el pueblo hermano y compañero, llegó en la mirada morena de nuestras comunidades el trabajo y el destino que concretaban lo que habían votado y aprobado en la Sexta Declaración.
Las jefas y jefes zapatistas, las comandantas y comandantes del EZLN, habían decidido que esta pequeña muestra de hermandad con un pueblo que resiste con dignidad, no fuera una carga extra en las ya de por sí difíciles condiciones de vida de las comunidades zapatistas. Para esto se giraron órdenes para que fueran las tropas regulares zapatistas las que, sin abandonar el fusil alerta de defensa, cosecharan de nuestra tierra rebelde el maíz que llegaría a tierras cubanas.
Alguien vio la milpa trabajada por l@s insurgent@s y la noticia recorrió los valles y montañas. Hubo enojo e indignación en nuestras comunidades y en sus autoridades autónomas. Un viento inquieto recorrió nuestras montañas. Se hicieron reuniones y se escuchó.
Los pueblos reclamaban que no aportaran ellos al modesto puente que se tendía desde las montañas del sureste mexicano hasta el caribe digno. Se explicó, se aclaró, se argumentó. Fue inútil. Y, como en tierras zapatistas manda quien manda, comunidades enteras fueron apartando de sus cosechas, del maíz que tortilla y pozol y tamales y marquesote sería en sus mesas, los granos que después llenaron los costales marcados con la leyenda “De las comunidades zapatistas para el digno pueblo cubano”.
El apoyo entre hermanos de lucha es siempre una fiesta.
Y como fiesta se sembró, se cosechó, se limpió, de empacó y se mandó, al pueblo cubano, el maíz zapatista.
Tal vez algunas notas de la cumbia que tocaba la marimba zapatista, lograron colarse en los costales y alcanzaron a verse libres en territorio cubano.
Al elegir Cuba, no sólo elegimos reconocer y saludar una historia y una lucha.
También elegimos una definición: el enemigo del pueblo cubano es el mismo enemigo de los pueblos indios zapatistas, de los pueblos indios de México, de los pueblos indios de América.
Y elegimos esa definición cuando la moda era, y es, atacar a la revolución cubana.
Cuando se busca desesperadamente a donde voltear la mirada sin que implique compromiso y consecuencia. Y cuando se mira a otros lados que permitan o reafirmen la comodidad de la palabra sin acción.
Para nosotr@s, elegir Cuba es elegir señalar un dolor y una esperanza.
El dolor inflingido por un bloqueo ilegal e ilegítimo, por los intentos de sabotaje y crimen, por la afrenta de una bandera extranjera en una porción del territorio cubano, por la campaña mediática permanente de verdades a medias y mentiras completas. El dolor inflingido por el Poder de las barras y las turbias estrellas que, en el norte geográfico y social, piensa y actúa como si el mundo entero fuera de su propiedad.
Y la esperanza que da un ejemplo que se asoma ya a su medio siglo de edad. El ejemplo de que es posible y necesario que los pueblos tomen en sus manos su destino, y decidan sus pasos, sus modos, su rumbo.
Pero en el largo y extendido dolor de América, Cuba es un alivio, pero no la medicina.
Nosotr@s habremos de curarnos por nosotr@s mism@s, de sanar nuestras heridas, de levantarnos como Nación y como Nación conquistar nuestra segunda independencia, nuestra libertad, nuestra democracia, nuestra justicia.
En el maíz que enviamos al pueblo cubano iba también nuestro mensaje: el “esto soy” y el “aquí estoy” de los pueblos indios zapatistas.
Somos indígenas, somos zapatistas, somos mexicanos, somos latinoamericanos.
Y como tales, no sólo vemos nuestros dolores, también a quienes son los responsables.
Y uno de ellos, el más grande y poderoso de la historia, anida en las grandes metrópolis del norte del Río Bravo.
Si ignorarlo es un error, callarlo es una cobardía.
Y nosotras, nosotros, el EZLN, no podemos asomarnos al mundo y hacer como que Cuba no existe, como que no hay un bloqueo; como que no existe la base norteamericana en Guantánamo; como que no se calumnia y miente con los endebles disfraces de preocupaciones supuestamente democráticas; como que no se pretende humillar a un país; como que no resiste ahí un pueblo entero; como que no es una bandera de dignidad, como que no aprendemos de sus aciertos y sus errores; como que no han sido y son ejemplo; como si no hubiera un sentimiento nuestro, inexplicable en palabras castellanas, que une a nuestros pueblos zapatistas con esa Nación que desafía al imperio más poderoso en la historia de la humanidad.
Cierto. Tal vez estarán de moda los supuestos gobiernos de izquierda en América Latina (ese apocado empeño por hacerle manicure a las garras del neoliberalismo), los coloquios de intelectuales preocupados por la democracia pintada de barras y estrellas, los distanciamientos de los pasajeros fugaces de todos los movimientos de liberación.
Pero ya ven que a l@s zapatistas las modas nos aburren y hacen bostezar.
Y ahora decimos que lástima que sólo pudimos mandar maíz y gasolina, y no algo que represente de forma más cabal todo el respeto y admiración que tenemos por el pueblo cubano.
Y si no les gusta, pues échenle azúcarrrrrrr… y que se chingue Roma.
Tan-tan.
¡Libertad y justicia para las presas y presos de Atenco!
Desde el Otro Nayarit, México.
A nombre de los hombres, mujeres, niños y ancianos, indígenas mexicanos en su inmensa mayoría, del EZLN.
Subcomandante Insurgente Marcos.
México, Octubre 8 del 2006.
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